Este es nuestro primer verano sin niños, esos pequeñajos ya se han hecho mayores, muy mayores.

Ya no hay que cargar con ellos en brazos, llevar el carro, biberones, pañales, la pala, el cubo, los manguitos y  un millón de trastos más.

Perseguirlos para echarles crema, pasar horas en el agua, jugando a la pelota o en la arena, haciendo castillos con ellos.

Todos esos veranos en los que pensaba, no tengo tiempo para leer, quiero descansar un ratito, uff, lo que daría por una siesta. 

Y hoy miró con nostalgia a otras  familias, a esos pequeñines que saltan y ríen, o a veces lloran y  patalean porque quieren un helado o están cansados.

Se pasaron esos veranos, ya son grandes, son dos  hombres  y vuelan a vivir sus experiencias, a vivir otros momentos, a vivir otras historias, quizás sea el verano en el que se enamoren, o el primero que compartan con sus parejas.

Y nosotros, que tantas veces buscamos tiempo para viajar solos, estamos como raros, desorientados porque ya no hay que preguntar qué os apetece hacer, dónde queréis ir.

Ya no hay esos partidos en la playa, esas charlas larguísimas en la toalla o esos mosqueos porque no quieren levantarse a desayunar. 

Y miro a esas mamás y pienso que me gustaría decirles, disfrutar, disfrutar mucho, porque el tiempo corre, los años vuelan y de repente, ya solo hay dos sillas y una sombrilla y ya no hay con quien bañarse, enseñarles nuevos lugares, pasear de su manita, llevarlos dormidos en brazos.

Menos mal que nosotros no nos soltamos nunca de la mano y podemos recordarlo con cariño y decirnos

¡Venga!, ¡vamos a pasar un verano de novios!

 

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